Por José Pérez de Lama
Recordando a mi padre que se murió hace un año y siete meses –nuestras lecturas compartidas.
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Referencias principales:
* Roberto Calasso [traducción de Edgardo Dobry], 2021 [en italiano, 2020], Cómo ordenar una biblioteca, Anagrama [nuevos cuadernos], Barcelona
* Diógenes Laercio [traducción, introducción y notas de Carlos García Gual], 2013 [2007, primera mitad del S. III d.C.], Vidas y opiniones de las filósofos ilustres, Alianza Editorial, Madrid
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Este librito de Calasso, Cómo ordenar una biblioteca, es de los que más me han gustado últimamente. Me gustó mucho. Trata como dice su título de bibliotecas, y de libros y autores, y de las cosas que los rodean. Calasso murió el año pasado, y un par de sus libros están entre mis preferidos «de todos los tiempos» – por ejemplo, el recientemente leído, La Folie Baudelaire, (2011, sobre el París de la época del poeta, con especial énfasis en Ingres y en Manet, y el propio Baudelaire, claro. Calasso combina erudición rizomática, con una sensibilidad artística a la que me siento muy próximo, con una escritura de gran belleza, y a la vez, en mi opinión de bastante claridad.
Mi padre y yo nos intercambiábamos libros. En los últimos años, estando él más mayor, yo actuaba como su dealer de libros, tratando de mantenerlo interesado en otras cosas que no fueran los medios de masas –tan cómodos pero a la vez creo que tan perniciosos para nuestros ancianos. El tema de las marcas en los libros era uno que nos afectaba… Mi padre muy aficionado a subrayar, ¡incluso con rotulador!, y yo, que lleno los libros de anotaciones a lápiz «con caligrafía de insecto» como dice Calasso de Borges.
Me permito reproducir a continuación un par de páginas de Calasso –¡copiar textos de gente que me gusta cómo escriben se convirtió en uno de mis mayores consuelos! Y después, un comentario sobre uno de los últimos libros que mi padre me dejó con marcas: al encontrarlo pensé que eran algún tipo de mensaje en clave que me dejó… Pero que aún no he descifrado del todo… Hm?!
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Roberto Calasso, Cómo ordenar una biblioteca, pp. 39-41
Es muy raro el caso de un libro que, habiéndolo leído, haya quedado tal cual, sin ninguna marca de lápiz. No agregar a un libro huellas de la lectura es una prueba de indiferencia –o de mudo estupor– . ¿Cómo intervenir? Aquí los modos divergen, de lector a lector. Aquel que [p. 40] ha sido para mí «El lector» por excelencia, Enzo Turolla [1], solo ponía puntos casi invisibles en los márgenes del pasaje, en las líneas o en las palabras en particular que le habían llamado la atención. Releer un libro siguiendo, uno por uno, esos puntos era, en ocasiones, como leer un ensayo, agudo y articulado, sobre ese libro. Se podía incluso pensar en que la escritura de ese ensayo hubiera podido ser superflua o menos incisiva. Existen también lectores airados (la lista es larga) que salpican los márgenes de los libros con signos de exclamación e interrogación indicando desaprobación, y a veces agregando: nonsense u otros exabruptos.
[1] Wikipedia en inglés, entrada «Roberto Calasso»: «At 12 Calasso met and was greatly influenced by a professor at Padua University, Enzo Turolla, and they became lifelong friends». Consultada el 14/02/2022.
Por otra parte, una simple referencia a una página, acompañada quizás de una palabra clave, escrita sobre la última guarda blanca del libro (es una costumbre mía), puede revelarse más tarde como algo precioso. Existen los libros que uno imagina haber leído, cuando en verdad sólo ha oído hablar de ellos. Y existen también, los libros que uno ha leído y anotado pero de los que más tarde ha borrado todo recuerdo. A partir de las anotaciones de un libro olvidado se puede encontrar ese determinado pasaje que resultará indispensable «veinte años más tarde».
Con su «caligrafía de insecto» (así la definía), Borges escribía anotaciones en las guardas de los libros evitando con cuidado poner marcas sobre las páginas impresas. En su ejemplar de The Royal Art of Astrology de Robert Eisler, el menos conocido y afortunado de los grandes visionarios eruditos del siglo XX, se encuentran dos anotaciones que iluminan tanto a Eisler como a Borges. En la primera se lee: «Los horóscopos individuales – 165», correspondiente a a este pasaje del libro: «La idea de que los eternos dioses astrales puedan estar íntimamente involucrados en la existencia y el carácter de cualquier Tom, Dick y Harriet –“así tantos dioses se disputan una misma cabeza” (tot circa unum caput tumultuantes deos [2]), como decía en tono de burla Séneca– no se le podría haber ocurrido a un asirio o a un babilonio, ni siquiera a un egipcio o un etíope.» De ello podía deducirse que el horóscopo individual sólo podía desarrollarse en la cultura griega. Era una manera entre tantas, pero muy elocuente de diferenciar Europa de Asia.
[2] «Todos los dioses en tumulto en torno a una cabeza», Seneca, Suasor, i. 4. Citado también por Montaigne, Chapter XIII. Of judging of the death of another.
La otra página marcada por Borges era aún más significativa porque introducía los astros en el interior de toda actividad, incluso de quienes los ignoran. Esta es la anotación de Borges: [pág. 42] «Contemplation, consideration – 261», referida al siguiente pasaje de Eisler: «Sería difícil, si no imposible, encontrar otro cuerpo doctrinario que haya influido tan profundamente –a pesar de todas las críticas dirigidas en todos los tiempos a sus evidentes debilidades– en el comportamiento de tantos individuos eminentes de todos los tiempos y todos los países, dejando una impronta imborrable en la lengua inglesa y en todas las lenguas romances, de modo que hasta la actualidad nos vemos obligados a usar un término astrológico cada vez que queremos “con-siderar” lo que vamos a hacer respecto a este o aquel problema; en cuanto a la “con-sideración” no es otra cosa que el acto de enfrentarse al influjo de los diversos astros (sidera) acerca de la decisión “contemplada”, en tanto que la contemplación misma significa, en el origen la elaboración de un diagrama que dividía el cielo en cuadrantes –operación denominada templum por los antiguos augures etruscos y dirigida a facilitar la interpretación sistemática de los prodigios observados por quien estudiaba el cielo–». Consideración, contemplación: dos palabras poderosas para Borges, cuyo sentido se iluminó en dos páginas de un libro que había comprado en 1947 en la Mitchell’s Book Store, ubicada en la antigua calle de Cangallo (hoy Presidente Jan D. Perón) 570, Buenos Aires.
Siempre he desconfiado de quienes quieren conservar los libros intactos, sin ninguna marca de uso. Son malos lectores. Toda lectura deja una marca, aunque no quede ningún signo visible en la página. Un ojo experto sabe enseguida distinguir si un ejemplar ha sido leído o no.
En cuanto a las señales en los libros, todo está permitido excepto escribir o subrayar con bolígrafo, porque es una especie de lesión irreparable del objeto. Pero también esta regla admite – muy raras – excepciones. Tengo frente a los ojos dos páginas del ejemplar Cartesian Linguistics de Chomsky que perteneció a Oliver Sacks. Observo once líneas subrayadas con bolígrafo y con regla. Las anotaciones de Sacks están en los márgenes, siempre en bolígrafo con dos tintas, negra y roja. Tratan –nada menos– de la relación entre «estructuras profundas» y «enunciaciones». En rojo se lee, como en una explosión, la frase conclusiva: «Yo no pienso en enunciados.» Imposible no conceder a Sacks, a su perpetuo espíritu infantil, ésta y muchas excepciones.
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Así las cosas, encontré por casas de mis padres uno de los libros que había prestado a mi padre, unos pocos meses antes de morir. El Diógenes Laercio, que como algunos sabreís, es una obra helenística en que el autor hace una historia algo sui generis de la filosofía griega, pero que para muchos autores constituye la principal fuente, por ejemplo, para Epicuro, que fue la razón que me llevó a hacerme con el libro. Pasé por casa de mi padre, y le dije si quería echarle un vistazo, y me dijo que sí, y luego comentamos alguna cosa de que le estaba entreteniendo. Los dos primeros libros, que tratan de los «presocráticos», son sin duda bastante divertidos.
Suelo fechar los libros cuando los compro y a este le puse, «julio de 2020». Mi padre murió en noviembre, y en algún momento del verano se tuvo que ingresar, y quizás a partir de entonces pudiera leer mucho menos. O sea que este debió ser de uno de nuestros últimos libros compartidos. Y ocurrió que al encontrarlo en su caso meses más tarde tenía algunas marcas muy ostensibles, esquinas de páginas marcadas, y me dio por pensar que quizás fueran algún mensaje especial que me dejaba. Transcribo el texto de una de las secciones marcadas que más me llamó la atención… Sigo pensando –como un juego, nada más, que comparto aquí con vosotr*s– qué me podría querer decir… Sigue Diógenes Laercio (una selección de los párrafos 68 a 73 del Libro I de la edición arriba referenciada):
Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, Libro I: Quilón
Quilón (c. 560 a. C.)
[68] Quilón, hijo de Damagetes de Esparta. Compuso elegías hasta unos doscientos versos, y decía que la excelencia del hombre es la previsión del futuro captada en su razonamiento. A su hermano, que estaba irritado por no ser éforo cuando él lo era, le dijo: «es que yo sé soportar la injusticia y tú no». Fue éforo en la Olimpiada cincuenta y cinco en tiempos de Eutidemo, según dice Sosícrates. Pánfila dice que en la cincuenta y seis y que fue el primer éforo. Y fue el primero en colocar éforos junto a los reyes para gobernar conjuntamente. Sátiro lo atribuye a Licurgo.
Según dice Heródoto en su primer libro […] [69] que preguntó a Esopo qué era lo que hacía Zeus y aquél contestó: «Humilla lo elevado y eleva lo humilde». Al preguntarle uno en qué se diferenciaban los doctos de los ineducados: «En sus esperanzas en lo bueno». O ¿qué es difícil?: «Callar y saber soportar la injusticia». Daba también estos consejos: dominar la lengua, sobre todo en un banquete; no hablar mal de los vecinos, o de lo contrario tener que oír cosas molestas; [70] no amenazar a nadie […]; acudir más a las desgracias de los amigos que a sus éxitos; hacer un matrimonio modesto; no hablar mal del que ha muerto; honrar la vejez; vigilarse a sí mismo; preferir antes un castigo que una ganancia vergonzosa pues éste causa dolor una vez y aquélla durante toda la vida; no burlarse del desgraciado; ser fuerte y suave para que los demás nos respeten más que nos teman; aprender a dirigir bien la propia casa; que la lengua no corra más que el pensamiento; dominar el ánimo; no odiar el arte adivinatorio; no desear lo imposible; no apresurarse en la marcha; no agitar las manos al hablar, porque es de locos; obedecer las leyes; aprovechar la soledad.
[71] De sus cantos ha conseguido la fama esto:
Con la piedras de toque se examina el oro
para dar su calidad exacta
y con el oro se prueba la inteligencia de los
hombres buenos y malos.
[…] Era brevilocuente; por lo que Aistágoras de Mileto llama «quilonio» al estilo braquilógico. [1] (Era también propio de Branco, el que fundó el templo de Bránquidas.)
[1] DLE-RAE: braquilogía 1. f. Ret. Expresión elíptica corta equivalente a otra más amplia o complicada, como en me creo honrado por creo que soy honrado.
Era ya viejo en la Olimpiada cincuenta y dos cuando estaba en su apogeo el fabulista Esopo. Murió, como dice Hermipo, en Pisa al abrazar a su hijo, vencedor olímpico del pugilato.
Le ocurrió esto por lo extremado de su alegría y la debilidad de sus muchos años. Y todos los reunidos para el certamen lo escoltaron con los máximos honores.
Le tengo compuesto este epigrama:
[73] A ti Pólux lucífero te doy gracias, porque el hijo
de Quilón recogió el verde olivo del pugilato.
Si su padre murió de alegría al ver al hijo portador de la corona
no es reprensible. ¡Ojalá a mi me llegue
una muerte semejante!