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«The Dawn of Everything» –de Graeber & Wengrow– unas notas urgentes tras acabar la lectura

Imagen: Wengrow (izq.) y Graeber, collage publicado en el sitio web occupy.com: https://www.occupy.com/article/dawn-everything-graeber-and-wengrow-place-imagination-center-humanity-s-journey

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Reseña de José Pérez de Lama

Referencia bibliográfica: David Graeber & David Wengrow, 2021, The Dawn of Everything. A New History of Humanity, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York

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Para el próximo martes 22 de marzo de 2022, de 17:30 a 19:30 h [lo trasladamos del 15 inicialmente programado] hemos convocado una conversación sobre el libro en la que de salida creo que intervendremos Marcos García, Alberto Corsín y yo mismo, y a la que estáis todxs invitadxs. Próximamente espero que podamos anunciar los detalles de la convocatoria.

En enlace para acceder a la conversación en la fecha indicada es éste: https://zoom.us/j/98899781825

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Ayer terminé de leer The Dawn of Everything, como muchxs sabréis, es el último libro de David Graeber, publicado ya póstumanente – con su amigo David Wengrow –hace unos pocos meses. Uno es muy fan de Graeber, un pensador provocador, divertido y de la estirpe de Kropotkin, Murray Bookchin y algunos otros también preferidos. Para los que no estén familiarizados, Graeber fue uno de los animadores del movimiento Occupy – el equivalente neoyorkino de las Primaveras Árabes y el 15M-Esp. Ya antes había escrito un libro muy interesante y de gran éxito, sobre el dinero en tanto que construcción social, titulado en castellano, La deuda. Los 5.000 primeros años. Publicado al hilo de la crisis financiera que estalló en 2007 y que quizás aún no hayamos superado. Después escribió un par de libros más sobre lo que él mismo había bautizado como bullshit jobs, idea que a mí me afectó profundísimamente… [1]

Con Dawn parece que los dos David se propusieron algo parecido a lo que Graeber había llevado a cabo en Debt, pero enfocado ahora sobre la historia del Estado y de las relaciones de dominación, desigualdad y violencia que el discurso hegemónico pretende consustanciales al mundo contemporáneo. Graeber y Wengrow se proponen demostrar que estos son mitos interesados, que han contribuido históricamente a sostener el orden occidental, colonial y patriarcal. Creo que lo consiguen demostrar, y la hipótesis posiblemente sea bastante más fina de lo que yo he expresado.

Desbancar el mito del buen salvaje

Los mitos fundacionales serían el de Rousseau, en principio más progresista, y el de Hobbes, más reaccionario. Se parecen ambos al mito judeo-cristiano del paraíso y su pérdida, diría. Rousseau en el que termina centrándose Dawn, suponía la existencia de un «buen salvaje», inocente, que quizá, dice algún crítico actual – espantando a los autores – se parecería mucho en su estar en el mundo a nuestros parientes próximos los primates. Unos buenos salvajes que con la aparición de la agricultura, las ciudades y los estados perderían su condición de felicidad inocente y tendrían que pasara a vivir sometidos a reyes o gobernantes y guerras periódicas, a cambio de poder disfrutar de los avances de la cultura y la civilización. Y ese sería el mito de desbancar: sería falso este pretendido intercambio de progreso y bienestar a cambio de aceptar dominación, desigualdad y la amenaza de la violencia. Tan actual hoy con la nueva versión del complejo tecnológico-financiero-militar… Habría que decir, no obstante, que Graeber y Wengrow no caen en ningún tipo de actitud «conspiranoica» ni nada del estilo… Eso me parece.

El mundo es algo que hacemos…

Uno de los más célebres axiomas o eslóganes de Graeber ayuda a entender sus planteamientos, traduzco un poco libremente: «la verdad definitiva, y escondida, es que el mundo es algo que hacemos y que por tanto podríamos hacer de otro modo».[2] Y el método consiste en demostrar eso, como me parece recordar que también hacía en Debt – y como leía recientemente en su prólogo a la edición por el 50 aniversario del libro de su profesor Marshall Sahlins, Stone Age Economics, que tan presente me parece que está en Dawn.

Graeber y Wengrow multiplican los casos de estudio arqueológicos y antropológicos, basándose en trabajos de las últimas décadas que según nos cuentan cuestionan radicalmente las grandes narrativas el origen del Estado, de las «desigualdades», de las sucesivas revoluciones – agrícola, urbana, de la aparición del Estado, con mayúsculas, incluso como sabemos que se escribe formalmente. Los argumentos son prolijos y los casos numerosos, lo que hace que a lectores como yo, no demasiado familiarizados con este tipo de literatura, se nos haga a veces algo difícil de seguir, más por lo aburrido que por lo conceptualmente difícil – a uno quizás le gusta más el vértigo de los conceptos o de las emociones que la lentitud de las descripciones algo repetitivas que son necesarias cuando se trata de demostrar precisamente eso que son norma más que excepción. Aún así, la cosa, siendo el equipo Graeber, no deja de estar puntuada por momentos deslumbrantes, incluso de ocasionales carcajadas.

Una ciencia ficción retrospectiva

Esto del método arqueológico, – y en parte también el antropológico – que a partir de huellas muy parciales tiene que reconstruir mundos, me ha llamado la atención, recordándome mucho a la ciencia ficción, como si fuera una especie de ciencia ficción retrospectiva, que a la vez, extrañamente, se proyecta sobre el presente y hacia el futuro.

Una de las ideas más deslumbrantes de esta «ficción retrospectiva» es la de que las discusiones sobre libertad e igualdad de la Ilustración en Europa estuvieron muy influenciadas por las noticias e historias que llegaban de los encuentros con los nativos americanos. Y ya sabemos cual fue el siguiente episodio, «libertad, igualdad y fraternidad». Estos indígenas, defienden muy bien los autores recurriendo a múltiples y variadas fuentes históricas no eran los inocentes «buenos salvajes» que se quiso imaginar, sino pueblos acostumbrados a pensar filosófica y políticamente sobre cómo organizar sus sociedades, sobre las libertades, sobre cómo evitar las concentraciones de poder, sobre el autogobierno, etc. Esta parte del libro es fascinante, y las análisis a mi me resultan de gran verosimilitud. La reacción a esta ilustración indígena y a su recepción por parte de una parte de la intelectualidad europea que describen los autores también es de gran interés, y es la que daría forma duradera a los mitos que Graeber y Wengrow se proponen deconstruir. Hablaba estos días con Pablo DeSoto, que está familiarizado con el pensamiento reciente brasileño, sobre figuras como Viveiros de Castro, Arturo Escobar o Ailton Crenak – y muchxs otrxs – que representan ahora este reencuentro con las culturas indígenas, ya no como «buenos salvajes», sino de una manera mucha más parecida a la que describen Graeber y Wengrow en diversas situaciones en los siglos XVII y XVIII.

La pregunta equivocada por el origen de la desigualdad

Graeber y Wengrow proponen que preguntarse por el origen de la desigualdad es una pregunta equivocada, porque en cierto modo supone asumir que la desigualdad es parte necesaria de nuestro mundo. La pregunta que ellos plantean en su lugar tiene relación con tres libertades, como son, 1/ la libertad de irnos de un lugar en que no nos encontramos bien; 2/ la libertad de desobedecer las órdenes que puedan impartirse en las comunidades de las que formamos parte; y 3/ la libertad de experimentar con las relaciones sociales. En aquellas situaciones en que se han construido estas libertades, dicen, es en las que se dieron sociedades «igualitarias» – nos es más fácil imaginar estas libertades en los mundos antiguos, más «vacíos» y relativamente más abundantes, quizás, que los actuales. Y lo que demuestran en este sentido los autores es que efectivamente se han dado muchas situaciones en la historia de la humanidad en que han existido sociedades que disfrutaban razonablemente de estas libertades. Y que esto no sólo fue en los períodos originarios de las pequeñas bandas de cazadores-recolectores; sino en muchos otros momentos históricas, más tempranos y más tardíos – la idea de una evolución social consistente y progresiva, no es cierta, nos dicen Graeber y Wengrow –, y en muy diferentes partes del mundo: Medio Oriente, Norte, Centro y Sur América, diversas partes de Asia y de África… ciertas zonas de la actual Europa, incluso. Y más importante: la existencia de esta multiplicidad de casos que no encajan en los esquemas narrativos que solemos asumir, según parecen demostrar los autores, era principalmente el resultado de la producción intencionada, consciente y reflexiva de las sociedades que se auto-construían a sí mismas según sus aspiraciones e ideales; o también a veces, por el rechazo a otros modelos conocidos o experimentados.

Desbancar el mito del Estado como necesidad histórica

La segunda parte del libro se centra en lo que podríamos llamar la cara contraria de las «sociedades igualitarias»: ¿cómo se torció aquello?, se preguntan los autores, ¿qué ocurrió para que en la actualidad se hayan impuesto los estados como algo que damos por supuesto, con sus relaciones de dominación, respaldadas por la amenaza, nunca demasiado lejana, de la violencia? ¿Y que las «sociedades igualitarias» nos parezcan un sueño imposible más allá de los pequeños grupos de afines?

Los autores argumentan que la actual percepción de los estados como resultado evolutivo necesario es un segundo mito que es necesario desmontar. Para tratar de hacerlo, proponen hacer el experimento de pensar la historia de las formaciones sociales suponiendo la emergencia que la emergencia de los estados se produce como composición de tres principios independientes: 1/ el de la soberanía basada en la violencia; 2/ el del control del conocimiento que suele declinarse como burocracia en tanto conjunto de técnicas de de gobierno; y 3/ el del liderazgo y la autoridad carismática (de la que participaría la competencia política contemporánea). El método con el que pretenden explicar que el Estado no es el destino natural, necesario que se presume, sino una composición coyuntural de diferentes elementos que podrían componerse de diferentes maneras, es constatar cómo a lo largo de la historia estas composiciones fueron efectivamente diferentes, y que lo que se tiende a presuponer como la historia cuasi-sagrada del origen de este Estado con mayúsculas puede muy bien interpretarse de otras maneras. Como ocurría con la sociedades igualitarias, los proto-estados, reinos o imperios, convivieron y se sucedieron históricamente con ciudades libres, federaciones de pueblos, «anfictíones» – eso os lo dejo que lo busquéis en el diccionario o enciclopedia. Más bien al contrario del destino único, el panorama que nos ofrecen Graeber y Wengrow es el de una gran diversidad y variabilidad, y el de una extraordinaria capacidad de inventar y experimentar con diferentes formas de vida en común. Un panorama que invita al optimismo, aunque sea un optimismo moderado y escéptico.

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No todo en las redes son elogios

Además de elogios, el libro también viene recibiendo bastantes críticas. Algunas he leído. Una de las más evidentes es la que puede hacerse a una nueva historia universal, que no puede sino ser algo muy general, una selección muy reducida de ejemplos que se pretenden representativos, algo de una cierta «brocha gorda»… Ya no nos creíamos estas cosas. O ya no las leemos, al menos en ciertos ámbitos. Explican lo autores que lo saben, pero que aún así el imaginario colectivo y el político está dominado por esas otras narraciones míticas que sí que plantean grandes narraciones – y parecen estar algo preocupados con la proyección de personajes como Yuval Noah Hariri o Jared Diamond – y estiman que es necesario, cuestionar y desbancar estos discursos tan al servicio de la confirmación de la realidades hoy dominantes.

Cada cual, como es normal, hace críticas en su ámbito de interés o mayor conocimiento. En este sentido, como aficionado a Foucault, no dejaba de pensar en lo esquemático de la teoría del poder del libro. Aunque entiendo que éste es posible definirlo y analizarlo a múltiples escalas de aproximació o niveles, por lo que el thought experiment de los tres elementos de que se compondría el estado no deja de parecerme interesante. Uno que se considera «composicionista» ha usado en alguna ocasión el método propuesto por Graeber y Wengrow para cuestionar el carácter monolítico del estado — por ejemplo para intentar repensar las relaciones entre globalización, capitalismo financiero y tecnologías digitales: aquello era precisamente una de las hipótesis clave del «proyecto de hackitetcura» al que dediqué bastantes años. Y de algún otro.

Un boceto de 526 páginas

Por otra parte, si comparamos Dawn con las típicas obras superproducidas de la academia actual, en particular la estadounidense, tan cerradas, tan apabullantes, me parece como un boceto, una obra muy abierta, algo fragmentaria, en la que se esbozan, efectivamente, ideas, hipótesis, sin que se lleguen a desarrollar completamente. Algo que veo como una virtud, en cuanto que invita a lxs lectores a hacerse preguntas, – mejores preguntas de las que se hacían  insisten los autores – , a no creernos las historias heredadas… Esto carácter de boceto se observa bien en la hipótesis que se enuncia a diez páginas del final, – aunque ya se ha ido mencionando a lo largo del libro – dejándola como una pregunta flotando en el aire.  Graeber y Wengrow nos cuentan que esta pregunta que parece inquietarlos se inspira en el pensador judío de entreguerras Franz Steiner y aquí no me puedo resistir a recordar el dramático final de su vida: dos días después de que Iris Murdoch, la escritora, aceptara su propuesta de matrimonio Steiner murió de un infarto al corazón, a los cuarenta y tres años de edad. Y la hipótesis lanzada al aire en la últimas páginas no es baladí: propone que el domino actual de la forma estado pudiera estar relacionado con el vínculo entre violencia y cuidados; cuidados – como el que ciertas autoridades antiguas daban a las viudas y los huérfanos, o a los prisioneros de guerra, y que fácilmente se traducía en dominio despótico – o se intuye sin demasiada perspicacia, como el cuidado que nos otorgaban a sus ciudadanos las modernas sociedades del bienestar… Disculpen lxs lectores estas últimas líneas que tal vez hayan sido una digresión desproporcionada…

Escribir con prisa

El carácter boceto, las ideas deslumbrantes que deja como regalos para que lxs lectorxs nos quedemos rumiándolas, las historias que se multiplican, pareciera, a veces, que con una cierta superficialidad, las exclusiones para algunos tremebundas, los saltos mortales de unos temas a otros… Me hacían pensar que Graeber escribía con una cierta prisa, que sabía – como a veces sabemos todos – que no le quedaba tanto tiempo, y que era importante dejar por escrito todas estas ideas… Y como sabemos bien sus seguidores, resultó que murió de repente, no tan joven como Steiner, pero sí bastante joven, a los cincuenta y nuevo, el pasado 2020, pocas semanas de dar el libro por terminado. El libro me parece un hermoso testamento intelectual que nos dejó David Graeber. Sirvan estas líneas también un poco más rápidas de lo que quizás convendría, como un nuevo modesto homenaje al autor querido. Enhorabuena y agradecimiento también por tan sugerente trabajo a su colega David Wengrow.

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Posdata: Sobre los rituales como laboratorios sociales

Un tema relativamente lateral que me interesó mucho es el de la aproximación que hacen los autores a la cuestión de los rituales en las culturas antiguas. Quizás los rtiuales y el juego. Proponen que en ocasiones tenían una importante dimensión de experimentación de otras formas de relación social, de otras maneras de hacer mundo. Aunque el tema creo que atraviesa el libro en su conjunto, lo presentan en las páginas 116-117: «Los momentos rituales verdaderamente potentes son los de caos colectivo, efervescencia, ritos de paso («liminalidad») o juego creativo, de los cuales pueden surgir nuevas formas sociales […] permiten a la gente imaginar que otras composiciones y distribuciones son posibles  […] fomentando la auto-conciencia política […] como laboratorios de posibilidades sociales». Tengo que repasarlo y quizás pueda hacerlo con algunos amigos que vienen pensando y experimentando con estas cuestiones.

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Referencias

David Graeber & David Wengrow, 2021, The Dawn of Everything. A New History of Humanity, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York

Es de destacar un artículo de 2018 donde los autores avanzaban sus ideas: es una buena introducción al libro. Hay traducciones de este texto a varios idiomas, pero no al Esp: igual podíamos montar un equipo colaborativo y hacerla, ¿alguien sea anima?

David Graeber y David Wengrow, 2018, How to change the course of human history (at least, the part that’s already happened), disponible en: https://www.eurozine.com/change-course-human-history/ | accedido 12/02/2022

Wengrow con motivo de la COP26:

David Wengrow, 31/10/2021, Humanity is not trapped in a deadly game with the Earth – there are ways out, en: https://www.theguardian.com/commentisfree/2021/oct/31/man-not-trapped-in-deadly-game-with-earth-there-are-ways-out | accedido 12/02/2022

Y estas dos reseñas que me gustaron en su momento y me animaron a leer el libro:

William Deresiewicz, 18/10/2021, Human History Gets a Rewrite. A brilliant new account upends bedrock assumptions about 30,000 years of change, en: https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2021/11/graeber-wengrow-dawn-of-everything-history-humanity/620177/ | accedido 12/02/2022

David Priestland, 23/10/2020, The Dawn of Everything by David Graeber and David Wengrow review – inequality is not the price of civilisation, en: https://www.theguardian.com/books/2021/oct/23/the-dawn-of-everything-by-david-graeber-and-david-wengrow-review-inequality-is-not-the-price-of-civilisation | accedido 12/02/2022

David Graeber: ¿De qué nos vale si no podemos pasarlo bien?

Imagen: Jardín chino con puente y dos amigos, como en la historia con que concluye el texto de Graeber:  Huxinting (湖心亭), ‘The Willow Pattern Tea House’, Shanghai (上海), fotografía de c. 1875, fuente: 2012 Billie Love Historical Collection, Universidad de Bristol, https://www.hpcbristol.net/visual/bl-s088

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Post en construcción

¿De qué nos vale si no podemos pasarlo bien?

Título original: What’s the Point if We Can’t Have Fun? — David Graeber, 2014, publicado en The Baffler, n.º 24, January: https://thebaffler.com/salvos/whats-the-point-if-we-cant-have-fun

También puede verse en: https://usa.anarchistlibraries.net/library/david-graeber-what-s-the-point-if-we-can-t-have-fun-2

Traducción provisional de José Pérez de Lama con la colaboración de Kamen Nedev / mayo-junio de 2021.

La traducción es homenaje y testimonio de nuestra admiración por el autor.  Agradecemos a Nika Dubrovsky su autorización para publicarla.

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¿De qué vale si no podemos pasarlo bien?

David Graeber

Una vez, mi amiga June Thunderstorm y yo pasamos media hora sentados en un prado cerca de un lago de montaña, mirando cómo una oruga – inchworm – se balanceaba colgando de una brizna de hierba, retorciéndose en todas las direcciones posibles, saltando a continuación a la siguiente hoja para volver a hacer lo mismo. Y así procedió, trazando un amplio círculo, en lo que tenía que ser un enorme gasto de energía, para lo que parecía que no tenía ninguna razón en absoluto.

«Todos los animales juegan», me dijo una vez June. «Incluso las hormigas». Se había pasado muchos años como jardinera profesional y había tenido muchas experiencias como aquella y hablaba con conocimiento de causa. «Mira», me dijo con aire de modesto triunfo, «¿ves lo que quiero decir?»

La mayoría de nosotros al oír esta historia, insistiríamos en la necesidad de pruebas. ¿Cómo sabemos que la oruga estaba jugando? Quizás los círculos invisibles que trazaba en el espacio eran realmente parte de la búsqueda de algún tipo desconocido de presa. O de un ritual de apareamiento. ¿Podemos probar que no lo eran? Incluso si la oruga hubiera estado jugando, ¿cómo sabemos que esa forma de juego no servía en última instancia a alguna finalidad práctica?, ¿que no era un ejercicio o un entrenamiento de cara a una posible futura emergencia «oruguil»?

Y esa sería también la reacción de la mayoría de los etólogos profesionales. En términos generales, un análisis del comportamiento animal no se considera científico si no se asume, al menos tácitamente, que el animal esté operando según el cálculo de medios y fines que uno aplicaría a una transacción económica. Bajo esta asunción, todo gasto de energía debe estar dirigido hacia algún objetivo, ya sea la obtención de comida, ya proteger el territorio, ya maximizar el éxito de la reproducción – a menos que uno pueda probar de manera absoluta que no sea así, y una prueba absoluta en este tipo de cuestiones es, como puede imaginarse, muy difícil de conseguir.

Tengo que enfatizar aquí que da igual qué tipo de teoría de la motivación animal sostenga la científica: lo que crea que un animal esté pensando, o si piensa que se pueda decir de un animal que «piense» algo. No estoy diciendo que los etólogos crean efectivamente que los animales sean simples máquinas racionales de cálculo. Estoy diciendo que los etólogos se han encasillado a sí mismos en un mundo en el que ser científico significa ofrecer una explicación de los comportamientos en términos racionales – lo que a su vez significa describir a los animales como si fueran actores económicos calculadores que intentan maximizar algún tipo de interés propio – sea cual sea su teoría de la psicología o de la motivación animal.

Por eso la existencia del juego animal es considerada un escándalo intelectual. Está poco estudiado, y aquellos que lo estudian son vistos como personajes más bien excéntricos. Como ocurre con muchas otras nociones especulativas que se perciben como vagamente amenazantes, se introducen criterios difíciles de satisfacer para probar que exista el juego animal. E incluso cuando la existencia del juego es aceptada, la mayoría de las veces, las propias investigadoras canibalizan sus intuiciones tratando de demostrar que el juego tiene que servir a largo plazo para alguna función de supervivencia o reproductiva.

Y a pesar de todo, las que estudian el asunto de manera invariable llegan a la conclusión de que el juego existe a través de todo el universo animal. Y que existe, no sólo entre criaturas notoriamente frívolas como los monos, los delfines o los cachorros, sino también en especies tan inesperadas como las ranas, los pececillos, las salamandras, los cangrejos violinistas, y sí, también entre las hormigas – que no sólo se dedican a actividades frívolas como individuos, sino que también han sido observadas desde el siglo diecinueve organizando simulaciones de guerras, aparentemente, solo por diversión.

¿Por qué juegan los animales? Bueno, ¿por qué no deberían hacerlo? La verdadera pregunta es: ¿Por qué nos parece misteriosa la existencia de acciones que se hacen por el puro placer de hacerlas? ¿O el ejercicio de capacidades por el puro placer de ejercitarlas? ¿Qué nos dice sobre nosotros mismos el que instintivamente asumamos que cosas así nos parezcan misteriosas?

Nota de los traductores: Este párrafo de cierre de la primera sección nos parece bien bonito. Muestra la brillantez de Graeber sorprendiendo a los lectores con sus hipótesis y preguntas.

La supervivencia de los inadaptados

La tendencia del pensamiento convencional a ver el mundo biológico en términos económicos ya estaba presente en los inicios decimonónicos de la ciencia darwiniana. Al fin y al cabo, Charles Darwin tomó prestado el término «supervivencia de los más adaptados» del sociólogo Herbert Spencer, tan querido por los robber barons.[nota] Spencer, a su vez, quedó impresionado por la concordancia entre las fuerzas de la selección natural según se describían en Sobre el origen de las especies y sus propias teorías económicas del laissez-faire. La competición por los recursos, el cálculo racional de los beneficios y la gradual extinción de los débiles fueron tomados como las principios organizadores del universo.

N. del T.: Siendo un término muy característico hemos preferido dejarlo en el original. Designa a los grandes empresarios monopolistas de finales del siglo XIX y principios del XX en los EEUU. Puede verse una entrada sobre el asunto en este mismo blog: https://arquitecturacontable.wordpress.com/2019/12/19/robber-barons-hobsbawm-sucesores-actuales/ 

Las implicaciones de esta nueva visión de la naturaleza como el teatro de la lucha brutal por la existencia eran importantes y enseguida se plantearon objeciones. En Rusia surgió una escuela alternativa al darwinismo, que enfatizaba la cooperación en lugar de la competición en tanto que principal fuerza impulsora del cambio evolutivo. En 1902 esta visión se difundió a través de un libro de éxito popular, La ayuda mutua: factor evolutivo, del naturalista y panfletista anarquista, Piotr Kropotkin. En una réplica explícita a los darwinistas sociales, Kropotkin argumentaba que todo el fundamento teórico del darwinismo social era erróneo: son las especies que cooperan con mayor eficacia las que tienden a ser más competitivas en el largo plazo. Kropotkin, que fue príncipe por nacimiento (renunció a este título de joven), había pasado muchos años en Siberia como naturalista y explorador antes de ser encarcelado por agitador revolucionario, para a continuación escapar e instalarse en Londres. El apoyo mutuo se basó en una serie de ensayos escritos en respuesta a Thomas Huxley, un conocido darwinista social, y resumía la posición rusa de la época sobre el asunto que sostenía que mientras que la competición era indudablemente un factor que impulsaba tanto la evolución natural como la social el papel de la cooperación era en última instancia el decisivo.

El desafío ruso – aunque raramente se lo llamara por este nombre – fue tomado muy en serio por la biología del siglo XX – particularmente por la emergente sub-disciplina de la psicología evolutiva. Pasó a ser estudiado incluyéndolo en el más amplio «problema del altruismo» – otra expresión tomada de los economistas, que se tiende a confundir con los argumentos de los teóricos de la «elección racional» en las ciencias sociales. Aquella era la cuestión que ya había preocupado a Darwin: ¿Por qué algunos animales sacrificaban su ventaja individual para favorecer a otros? Porque nadie puede negar que en ocasiones lo hacen. ¿Por qué razón un animal atraería hacia sí la atención potencialmente letal de un depredador para avisar a los otros miembros de la manada? ¿Por qué se matan a sí mismas las abejas trabajadoras para proteger el enjambre? Si proponer una explicación científica de este comportamiento supone atribuir motivos racionales, maximizadores – entonces, ¿qué, exactamente, es lo que trata de maximizar una abeja kamikaze?

Todos sabemos cuál fue la respuesta a esta pregunta, hecha posible por el descubrimiento de los genes: los animales simplemente trataban de maximizar la propagación de su propio código genético. Curiosamente, esta visión – que posteriormente recibiría el nombre de neo-darwinismo – fue principalmente desarrollada por figuras que se consideraban a sí mismas radicales de uno u otro tipo. Jack Haldane, biólogo marxista, ya andaba en la década de 1930 intentando molestar a los moralistas proponiendo que, como cualquier entidad biológica, él mismo habría estado contento de sacrificar su propia vida por «dos hermanos u ocho primos». La culminación de esta línea de pensamiento llegó con el libro del ateo militante Richard Dawkins, The Selfish Gene [El gen egoísta]. Esta obra insistía en que para pensar cualquier entidad biológica lo mejor era concebirla como un «torpe robot» [lumbering robot], programado por códigos genéticos y que, por alguna razón que nadie puede del todo explicar, actúa como un eficaz gánster chicagoano [successful Chicago gangsters]: extendiendo implacablemente sus territorios, impulsado por un inagotable deseo de propagación. Típicamente estas descripciones incluían expresiones tales como, «Por supuesto, esto es sólo una metáfora, los genes “en realidad” no quieren o hacen nada». Pero en la práctica los neo-darwinistas se dejaban conducir a las conclusiones por sus asunciones iniciales: que la ciencia exige una explicación racional, que esto significa atribuir motivos racionales a todos los comportamientos y que una motivación verdaderamente racional sólo puede ser aquella que si la observáramos en humanos sería normalmente caracterizada como egoísmo o codicia.

Como resultado, los neo-darwinistas fueron incluso más lejos que la variedad victoriana. Si los darwinistas de la vieja escuela como Herbert Spencer veían la naturaleza como un mercado, aunque fuera un mercado especialmente encarnizado, la nueva versión era definitivamente capitalista. Los neo-darwinistas no sólo asumieron la lucha por la supervivencia, sino, más aún, un universo de cálculo racional impulsado por un imperativo, aparentemente irracional, de crecimiento ilimitado.

Así fue, en cualquier caso, como se entendió el desafío ruso. El argumento real de Kropotkin es, sin embargo, mucho más interesante. En buena parte, por ejemplo, se preocupa por cómo la cooperación animal con frecuencia no tiene nada que ver con la supervivencia o la reproducción, sino que es una forma de placer en sí misma. «Echarse a volar en bandadas solo por placer es bastante común entre todo tipo de pájaros», escribió. Kropotkin multiplica los ejemplos de juego social: parejas de buitres que dan vueltas en el aire por diversión, liebres a las que les gusta tanto boxear con otras especies que a veces (y poco prudentemente) incluso se acercan a zorros, bandadas de pájaros que hacen maniobras de estilo militar, bandas de ardillas que se juntan para pelear y juegos similares [sigue cita larga]:

Sabemos en la actualidad que a todos los animales, empezando por las hormigas, pasando por los pájaros y acabando con los mamíferos superiores, les gustan los juegos, las peleas, perseguirse, tratar de alcanzarse unos a otros, picarse unos a otros [teasing ecah other] y cosas así. Y si bien muchos juegos son, por así decirlo, una escuela para el comportamiento de los jóvenes en su futura edad madura, hay otros que, además de sus propósitos utilitarios, son, junto con el bailar y el cantar, meras manifestaciones de un exceso de fuerzas – «la alegría de vivir», y un deseo de comunicarse de una u otra manera con otros individuos de la misma o de otras especies – en resumen, una manifestación de la sociabilidad propiamente dicha, que es una característica distintiva del mundo animal.

Ejercitar las propias capacidades en la máxima medida posible es disfrutar de la propia existencia, y en el caso de criaturas sociales, estos placeres se amplifican proporcionalmente cuando se ejercen en compañía. Desde la perspectiva rusa esto no necesita ser explicado. Es simplemente lo que la vida es. No tenemos que explicar por qué las criaturas desean estar vivas. La vida es un fin en sí mismo. Y si vivir consiste realmente en tener potencias [powers] – correr, saltar, volar por el aire – entonces es seguro que el ejercicio de estas potencias como un fin no tiene tampoco que ser explicado. Es sólo una extensión del mismo principio.

N. del T.: Otro párrafo extraordinario, sorprendente frente al pretendido «sentido común». Quizás sea éste el corazón del texto.

Friedrich Schiller ya había argumentado en 1795 que era precisamente en el juego donde encontramos los orígenes de la conciencia de nosotros mismos [de sí mismo], y por tanto de la libertad, y por tanto de la moralidad. «Los humanos juegan sólo cuando son en todo el sentido de la palabra humanos», escribió Schiller en Sobre la educación estética del ser humano [nota], «y sólo son completamente humanos cuando están jugando». Si esto fuera así, y si Kropotkin hubiera estado en lo cierto, entonces los centelleos de libertad, o incluso de vida moral, empezarían a aparecer por todo partes a nuestro alrededor.

N. del T.: El alemán más políticamente correcto, al menos en esto, dice Menschen: «seres humanos», «humanos» o «personas», en lugar de «hombres» que dice el inglés, que dificulta un poco la traducción: Über die ästhetische Erziehung des Menschen in einer Reihe von Briefen. Puede verse un comentario en este sentido aquí: https://sites.google.com/site/germanliterature/18th-century/schiller/on-the-aesthetic-education-of-man

Es poco sorprendente, así, que este aspecto del argumento de Kropotkin fuera ignorado por los neo-darwinistas. Al contrario que «el problema del altruismo», la cooperación por placer, como un fin en sí mismo, simplemente era imposible de recuperar para fines ideológicos. De hecho, la versión de la lucha por la existencia que emergió durante el siglo XX tenía incluso menos espacio para el juego que la antigua versión victoriana. El propio Herbert Spencer no tenía ningún problema con la idea del juego animal como mero disfrute de la energía sobrante: igual que un empresario o comerciante de éxito podía volver a casa y jugar una agradable partida de polo o de cartas, ¿por qué los animales que triunfaban en la lucha por la vida no iban a tener un rato de diversión? Pero en la nueva versión completamente capitalista de la evolución, en la que la pulsión [drive] de acumulación no tiene límites, la vida ya no era un fin en sí mismo, sino un mero instrumento para la propagación de las secuencias de ADN – y así la misma existencia del juego se convertía en un escándalo.

¿Por qué «yo»? [Why Me?]

No es solo que los científicos sean reacios a tomar un camino que podría llevarlos a tener que reconocer el juego entre lo animales – y en consecuencia, también, las semillas de la autoconciencia, la libertad y la vida moral. Lo que ocurre es que muchos ven cada vez más difícil adscribir cualquiera de estas cosas incluso a los propios seres humanos. Una vez que reduces a todos los seres vivos al equivalente de actores de mercado [market actors], máquinas racionales de cálculo que tratan de propagar su código genético, aceptas no sólo que las células que componen nuestros cuerpos carecen de cualquier cosa incluso remotamente parecida a la auto-consciencia, la libertad o la vida moral — sino también que todos los otros seres que habrían sido nuestros ancestros tampoco tenían nada de eso. Lo que, además, en primer lugar, hace difícil de entender cómo o por qué la conciencia (una mente, un alma) habría podido, en un momento dado, llegar a desarrollarse.

El filósofo estadounidense Daniel Dennett enmarca el problema con notable lucidez. Consideremos las langostas, argumenta – son meros robots. Las langostas pueden sobrevivir sin el menor sentido de sí mismas. No es posible preguntar cómo es ser una langosta. No es nada. [It’s not like anything]. Carecen de cualquier cosa que se parezca a una consciencia; son máquinas. Pero si esto es así, argumenta Dennett, lo mismo debe ser asumido en toda la escalera evolutiva, desde las células que forman nuestros cuerpos hasta criaturas tan elaboradas como los monos o los elefantes, acerca de los cuales, a pesar de sus cualidades tan parecidas a las de los humanos, no podemos probar que piensen sobre lo que hacen. Esto es así, hasta que de pronto, Dennett llega a los humanos, quienes – si bien flotan en piloto automático el 95 por ciento de su tiempo – sin embargo parecen tener este «yo», este yo consciente injertado encima suya, que aparece ocasionalmente para supervisar lo que ocurre, interviniendo para decirle al sistema que busque un nuevo trabajo, que deje de fumar o que escriba un artículo académico sobre los orígenes de la consciencia. En la formulación de Dennet [sigue cita larga]:

Sí, tenemos un alma. Pero esta hecha de muchos pequeños robots. De alguna manera, los billones de células robóticas (y sin consciencia) que componen nuestros cuerpos se organizan a sí mismas en sistemas interactivos que llevan a cabo las actividades que tradicionalmente se adjudican al alma, el ego o el uno-mismo [the self]. Pero habiendo aceptado que los robots simples carecen de consciencia, (que las tostadoras y los teléfonos carecen de consciencia), [podemos preguntarnos] ¿por qué no podrían equipos de robots de este tipo hacer proyectos algo mejores sin necesidad de componerme a mí? Si el sistema inmune tiene su propia mente, y el circuito de coordinación mano-ojo que coge pequeños frutos tiene su propia mente, ¿por qué molestarse en hacer una súper-mente que supervise todo eso?

La respuesta de Dennett no es particularmente convincente: sugiere que desarrollamos la consciencia para poder mentir, lo que nos proporciona una ventaja evolutiva. (Si fuera así, ¿no serían conscientes también los zorros?) Pero la pregunta se hace más difícil en orden de magnitud cuando nos preguntamos, ¿cómo sucede todo esto? – «el problema difícil de la consciencia», tal como lo denomina David Chalmers. ¿Cómo se combinan células y sistemas aparentemente robóticos para dar ocasión a experiencias cualitativas? ¿Para sentir desánimo, saborear vino, adorar la cumbia pero ser indiferente a la salsa? Algunos científicos son suficientemente sinceros como para admitir que no tienen la menor idea de cómo explicar este tipo de experiencias, y sospechan que nunca la tendrán.

¿Bailan los electrones?

Hay una salida al dilema, y el primer paso es considerar que nuestro punto de partida podría estar equivocado. Reconsideremos la langosta. Las langostas tienen una muy mala reputación entre los filósofos: las suelen proponer como ejemplo de criaturas puramente no pensantes y no sintientes. Presumiblemente esto sea así porque las langostas son el único animal que la mayoría de los filósofos han matado con sus propias manos antes de comérselas. Es desagradable meter a un animal que se resiste en una olla de agua hirviendo; uno necesita poder decirse a sí mismo que la langosta realmente no está sintiendo nada. (La única excepción a esta regla parece ser, por alguna razón, Francia, donde Gérard de Nerval solía pasear una langosta atada a una correa y donde Jean-Paul Sastrte, durante una temporada, se obsesionó eróticamente con las langostas tras haber tomar demasiada mescalina.) Pero, el hecho es que la observación científica ha revelado que incluso las langostas se implican en ciertas formas de juego – por ejemplo manipulando objetos según parece sólo por el placer de hacerlo. Si éste fuera el caso, llamar «robots» a criaturas así sería modificar el significado de la palabra «robot». Las máquinas no se dedican a hacer el tonto. Pero si al final resultara que las criaturas vivas no fueran robots, muchas de estas cuestiones aparentemente espinosas simplemente desaparecerían.

¿Qué pasaría si procediéramos desde la perspectiva opuesta y acordásemos tratar el juego no como una peculiar anomalía, sino como nuestro punto de partida, un principio ya existente no sólo en las langostas e incluso en todos los seres vivos, sino también en todos los niveles en los que encontramos lo que los físicos, químicos y biólogos denominan «sistemas auto-organizados»?

Esto no es ni mucho menos tan loco como puede parecer.

Los filósofos de la ciencia, enfrentados al rompecabezas de cómo la vida puede emerger de la materia muerta o cómo los seres conscientes pueden evolucionar de los microbios, han desarrollado dos tipos de explicaciones.

La primera consiste en lo que se denomina «emergentismo». El argumento aquí es que una vez que se alcanza un cierto nivel de complejidad, hay un tipo de salto cualitativo en el que pueden «emerger» tipos totalmente nuevos de leyes físicas – leyes que están basadas [en], pero que no se reducen a lo que hubo antes. De esta manera, las leyes de la química puede decirse que emergen de la física: las leyes de la química presuponen las leyes de la física, pero no pueden simplemente reducirse a éstas. Del mismo modo, las leyes de la biología emergen de la química: obviamente uno tiene que entender los componentes químicos de un pez para entender cómo nada, pero los componentes químicos nunca nos darán una explicación completa. Del mismo modo, la mente humana puede decirse que emerge de las células que la componen.

Aquellos que sostienen la segunda posición, habitualmente llamada «pan-psiquismo» o «pan-experiencialismo», están de acuerdo en que todo lo anterior pueda ser verdad, pero consideran que la emergencia no es suficiente. Tal como ha planteado recientemente el filósofo británico Galen Strawson, imaginar que se pudiera pasar de la materia insensible a ser capaz de discutir sobre la existencia de la materia insensible en sólo dos saltos es, simplemente, pedir demasiado a la emergencia. Tendría que preexistir ya algo «allí», en todos los niveles de la existencia material, incluso en el de las partículas subatómicas – algo, por mínimo y embrionario que fuera, que hiciera algunas de las cosas que estamos habituados a pensar que hace la vida (incluso la mente) – para que ese algo pudiera organizarse en niveles cada vez más complejos, y finalmente llegar a producir seres con consciencia de sí mismos. Ese «algo» podría ser, en efecto, algo mínimo: un sentido muy rudimentario de respuesta al propio entorno, algo como la anticipación, algo como la memoria. Por muy rudimentario que fuera, ese algo tendría que existir, para que sistemas auto-organizados como los átomos o las moléculas hubieran podido empezar a auto-organizarse, en primer lugar.

N. del T.: La teoría que se intuye es muy parecida a la teoría de la mente y de la forma de Gregory Bateson en los años 70. En Wikipedia se sugiere a Bateson, en efecto, como uno de los antecedentes de esta forma de ver las cosas, de lo que llaman «pan-psiquismo». También a A.N. Whitehead, que a su vez también sería un antecedente muy directo de Bateson. Sobre Bateson, véase en este mismo blog: https://arquitecturacontable.wordpress.com/2018/01/01/forma-sustancia-y-diferencia-gregory-bateson/

Todo tipo de cosas se cuestionan en este debate, incluyendo el peliagudo problema del libre albedrío [free will]. Tal como innumerables adolescentes habrán ponderando – con frecuencia estando «colocados» y contemplando por primera vez los misterios del universo – si los movimientos de las partículas que forman nuestro cerebro están ya determinados por las leyes naturales, entonces ¿cómo es posible decir que actuamos libremente? La respuesta común que conocemos desde Heisenberg es que los movimientos de las partículas atómicas no están predeterminados; la física cuántica puede predecir la posición a la que tenderán a saltar los electrones, por ejemplo, en conjunto, en una situación dada, pero es imposible predecir cómo vaya a saltar un electrón en particular en una situación concreta. Problema resuelto.

Excepto que no es realmente así – aún falta algo. Si todo esto significa que las partículas que forman nuestro cerebro están saltando aleatoriamente, uno aún tendría que imaginar alguna entidad inmaterial, metafísica (la mente), que interviniera para guiar las neuronas en direcciones no aleatorias. Pero esto sería circular: se necesitaría tener una mente, primero, para, después, hacer funcionar el cerebro como una mente.

Por contra, si estos movimientos no fueran aleatorios, se podría empezar a pensar, al menos, sobre una explicación material. Y la presencia en la naturaleza de inacabables formas de auto-organización – estructuras que se mantienen a sí mismas en equilibrio dentro de sus entornos, desde campos magnéticos a procesos de cristalización – ofrece en efecto a los «pan-psiquistas» gran cantidad de material con el que trabajar. Se puede insistir, argumentan, en que todas estas entidades, bien tienen que estar, simplemente, «obedeciendo» leyes naturales (leyes cuya existencia no necesita ser explicada), bien moviéndose de manera completamente aleatoria… Pero si se piensa así es porque ya se ha decidido que esa es la única manera en que se está dispuesto a considerar estos fenómenos. Lo cual deja como un perfecto misterio el hecho de que se tenga una mente capaz de tomar el tipo de decisiones que venimos discutiendo.

Por supuesto, esta aproximación siempre ha sido minoritaria. Durante la mayor parte del siglo XX, fue completamente dejada de lado. Es fácil tomarla a broma. («Un momento, ¿no estarás en serio cuando dices que las mesas piensan?» Pero no, nadie está sugiriendo eso; el argumento es que los elementos auto-organizados que constituyen una mesa, tales como los átomos, tienen en un nivel muy sencillo las cualidades que en un nivel exponencialmente más complejo, consideramos pensamiento.) Y sin embargo, en años recientes, especialmente con la nueva popularidad en ciertos círculos científicos de las ideas de filósofos como Charles Sanders Peirce (1839-1914) y Alfred North Whitehead (1861-1947), hemos empezado a ver algo como un renacimiento [revival] de estas maneras de ver las cosas.

Curiosamente, son sobre todo físicos los que se han interesados por estas ideas. (También matemáticos, quizás menos sorprendentemente, ya que ambos, Peirce y Whitehead, empezaron sus carreras como matemáticos.) Los físicos son criaturas más inclinadas al juego y menos taciturnas, que, digamos, los biólogos – en parte, sin duda, porque no suelen tener que enfrentarse con fundamentalistas religiosos que desafíen las leyes de la física. Son los poetas del mundo científico. Si alguien está ya dispuesto a aceptar objetos de trece dimensiones o un número ilimitado de universos alternativos o a sugerir casualmente que que el 95 por ciento del universo esté hecho de materia y energía oscuras sobre cuyas propiedades no sabemos nada, no parece un salto demasiado grande lo de considerar la posibilidad de que las partículas subatómicas tengan «libre albedrío» o incluso experiencias. Y en efecto, en la actualidad la existencia de libertad a nivel subatómico es objeto de agitado debate.

¿Tiene sentido decir que un electrón «elige» saltar de la manera que lo hace? Obviamente no hay manera de probarlo. La única evidencia que «podríamos» tener (la evidencia de que no podemos predecir lo que el electrón vaya a hacer), [efectivamente] la tenemos. Pero es apenas decisiva. Aún así, si se quiere una explicación materialista del mundo que sea consistente – esto es, si no se quiere tratar la mente como algo sobrenatural impuesto sobre el mundo material, sino más bien, poder imaginarla simplemente como una organización más compleja de procesos que ya existen en todos los niveles de la realidad material – entonces tendría sentido que algo que sea mínimamente parecido a una intencionalidad, algo que sea mínimamente parecido a una experiencia, algo que sea mínimamente parecido a la libertad, existiera también en todos los niveles de la realidad física.

Entonces, ¿por qué la mayoría de nosotros se echa atrás ante este tipo de conclusiones? ¿Por qué nos parecen locas y anti-científicas? O, más precisamente, ¿por qué estamos perfectamente dispuestos a reconocer agencia a unas secuencias de ADN (por muy metafóricamente que lo hagamos), pero consideramos absurdo reconocerle agencia también a un electrón, un copo de nieve o un «campo electromagnético coherente»? La respuesta, parece tener que ver con que resulta imposible pensar en un copo de nieve dotado de interés egoísta [self-interest].

Si hemos llegado a convencernos de que una explicación racional de la acción consista exclusivamente en tratar la acción como si hubiera detrás alguna clase de cálculo interesado que la justifique, entonces según esa definición, en ninguno de estos niveles se podrán encontrar explicaciones racionales.

A diferencia de una molécula de ADN, a la que podemos suponer persiguiendo algún tipo de proyecto gansteril de implacable expansión, un electrón, simplemente, carece de un interés material que perseguir, ni siquiera la supervivencia. En ningún sentido está compitiendo con otros electrones. Si un electrón está actuando libremente – si, como se supone que dijo Richard Feynman, «hace cualquier cosa que quiera» – tan sólo puede estar actuando libremente en tanto que un fin en sí mismo. Lo que significaría que en la base de la realidad física, encontraríamos la libertad como un fin en sí misma – lo que significaría que allí también se encontraría la más rudimentaria forma de juego.

N. del T.: Esto nos parece otro aspecto clave de la propuesta de Graeber aquí, que la libertad es hacer lo que sea que se elija hacer, como un fin en sí mismo, por el placer o el gusto de hacerlo, – en oposición a hacerlo debido a algún tipo de interés o cálculo. Una idea que sospechamos que podría ser incomprensible para muchos.

Nadar con los peces

Imaginemos un principio. Llamémoslo el principio de libertad – o, como las expresiones en latín parecen tener más peso en este tipo de asuntos, llamémoslo el principio de libertad lúdica. Imaginemos que este principio sostiene que el libre ejercicio de las potencias y capacidades más complejos de una cierta entidad, al menos en determinadas circunstancias, tiende a convertirse un fin en sí mismo. No sería obviamente el único principio activo en la naturaleza. Otros principios empujarían en otros sentidos. Pero en caso de no haber otra cosa, ayudaría a explicar lo que actualmente observamos: que, a pesar de la Segunda Ley de la Termodinámica, el universo parece hacerse cada vez más complejo, en lugar de menos. Los psicólogos evolutivos dicen que son capaces de explicar – como dice el título de un libro reciente – «por qué el sexo es divertido». Lo que no pueden explicar es por qué lo divertido es divertido [why fun is fun]. Esto podría explicarlo.

No niego que lo que he presentado hasta ahora sea sólo una salvaje simplificación de cuestiones muy complicadas. Ni siquiera digo que la posición que estoy aquí sugiriendo – que hay un principio de juego en la base de toda la realidad física – sea necesariamente verdadera. Tan sólo insistiría en que esta perspectiva es al menos tan plausible como la especulación extrañamente inconsistente, que en la actualidad pasa por ser la ortodoxia, según la cual un universo robótico sin mente, de pronto y como de la nada, produce poetas y filósofos. Tampoco pienso que adoptar el juego como un principio de la naturaleza signifique necesariamente la adopción de una utopía demasiado bienintencionada. El principio del juego puede explicar por qué el sexo es divertido pero también puede explicar por qué la crueldad es divertida. (Como cualquiera que haya observado a un gato jugar con un razón puede atestiguar, gran parte del juego animal no es particularmente bonito.) Pero lo que sí nos proporciona es un fundamento para pensar de otra manera el mundo que nos rodea.

Hace años, cuando daba clase en Yale, en ocasiones ponía como ejercicio una lectura que contenía un famoso cuento taoísta. Y ofrecía un sobresaliente automático al estudiante que fuera capaz de decirme por qué la última frase del cuento tenía sentido. (Nunca nadie lo logró.)

Zhuangzi y Huizi estaban paseando. Al cruzar un puente sobre el río Ho el primero observó, «¡Ves cuán veloces nadan los pececillos entre las rocas! Ésa es la felicidad de los peces».
«No siendo un pez», dijo Huizi, «¿cómo es posible que sepas lo qué hace feliz a un pez?»
«Y tú, no siendo yo», dijo Zhuangzi, «¿cómo es posible que sepas que yo no se lo que hace feliz a un pez?»
«Si yo, no siendo tú, no puedo saber lo que tú sabes», respondió Huizi, «¿no significará que por el propio hecho de que tú no seas un pez, tú no puedes saber lo que hace feliz a un pez?»
«Volvamos a tu pregunta inicial», dijo Zhuangzi. «Me preguntaste que cómo sé lo que hace feliz a un pez. El mismo hecho de que me preguntaras muestra que tú sabías que yo lo sabía – tal como lo se, de mis propios sentimientos sobre este puente».

La anécdota se suele interpretar como la confrontación entre dos aproximaciones al mundo que son irreconciliables: la del lógico y la del místico. Pero si esto fuera cierto, ¿por qué Zhuangzi, que fue quien la escribió, se habría mostrado derrotado por su amigo el lógico?

Tras pensar en este historia durante años, me di cuenta de que la historia trataba de esto de lo que venimos hablando. Según todo lo que sabemos, Zhuangzi y Huizi eran grandes amigos. Les gustaba pasar horas discutiendo. Es seguro que eso era lo que contaba Zhuangzi: cada uno de nosotros puede entender lo que el otro siente, porque discutiendo sobre los peces, estamos haciendo exactamente lo que los peces están haciendo: pasándolo bien haciendo algo que hacemos bien, por el puro placer de hacerlo. Jugando de alguna forma. El mismo hecho de que te vieras compelido a ganarme en la discusión, y estuvieras tan contento de lograrlo, muestra que la premisa que defendías tenía que ser falsa. Si los filósofos están motivados principalmente por este tipo de placeres, por el ejercicio de sus mayores poderes simplemente por el gusto de hacerlo, entonces es seguro que este principio existe en todos los niveles de la naturaleza – y esa es la razón por la que espontáneamente también pude identificarlo en los peces.

Zhuangzi estaba en lo cierto. Como también lo estaba June Thunderstorm. Nuestras mentes son una parte más de la naturaleza. Podemos entender la felicidad de los peces – o de las hormigas o las orugas – porque lo que nos impulsa a pensar y discutir sobre esas cuestiones es, en última instancia, exactamente lo mismo.

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Recordando a David Graeber: ¿es la actitud moralista en relación con el trabajo la que está acabando con el planeta?

Imagen: captura de un tuit de David Graeber del pasado mes de julio de 2020
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José Pérez de Lama

*** Modesto homenaje de arquitecturaContable a David Graeber

[1] Trabajo, — ya sabemos –, como casi todos los términos interesantes significa cosas contradictoriamente polisémicas. Por un lado, significa lo que hacemos para transformar el mundo y adaptarlo a nuestras necesidades, para hacerlo más habitable,  para obtener los recursos necesarios para la vida. Por otra, en nuestro sistema social, en tanto que empleo, constituye una forma de sujeción y quizás explotación — desde Marx es difícil abandonar la sospecha de esto último. Casi todos necesitamos tener un trabajo porque constituye la forma en que la mayoría nos ganamos la vida, pero a la vez,  mucho de las cosas que tenemos que hacer en nuestros trabajos, por decirlo sin entrar en excesivas complejidades, no son las que haríamos si pudiéramos elegir libremente.

El mes pasado, con su característica brillantez, David Graeber, que murió pocos días después, ponía un par de tuits divertidos sobre este asunto del trabajo, sobre el que sus seguidores saben perfectamente que venía escribiendo durante los últimos años — muchos sabréis que su último libro publicado se tituló Bullshit jobs. A TheoryBullshit jobs es el nombre que inventó para describir la proliferación durante las últimas décadas de trabajos sin sentido, absurdos y poco útiles.

En este par de tuits que recordaba Graeber nos hacía sonreír con su inteligencia burlona y provocadora, haciéndonos dudar de la virtud del trabajar duro, que por temporadas algunos hemos llegado a considerar algo casi sagrado…

Decía así, entonces, el pasado 14 de julio (captura al principio del post del tuit original):

Serie Propuestas inmodestas en Radio 4: el trabajo está destruyendo el planeta. Para salvarnos a nosotros mism*s podemos empezar por

1. eliminar los trabajos inútiles (bullshit jobs)
2. parar de construir sin sentido (batshit construction)
3. terminar con la obsolescencia planificada.

[twitter.com/davidgraeber/status/1283053313735495692]

Y continuaba en el mismo hilo:

esto es,

la cuestión clave: "no es nuestro hedonismo el que está destruyendo el planeta, es nuestro puritanismo," el hecho de que sintamos que todo el mundo debe estar constantemente trabajando, independientemente de que se necesite que algo sea hecho, para justificar nuestros placeres de consumidores.

Por supuesto Graeber relacionaba esto con el debate sobre los trabajos que estos meses atrás, más que nunca, se habían demostrado como «esenciales» — y por contraste los que se revelaron como menos, o como prescindibles, los quizás bullshit jobs, como muchos de los nuestros que andamos leyendo y escribiendo blogs y tuits y cosas así… 🙂 (véanse las entrevistas enlazadas al final). Seguir leyendo Recordando a David Graeber: ¿es la actitud moralista en relación con el trabajo la que está acabando con el planeta?