Sobre dar clases en la Universidad – las clases de Deleuze según Maite Larrauri


Imagen: Deleuze en clase años 70 (*)

José Pérez de Lama

Dedicado a Wenceslao Machado de Oliveira Júnior y colegas, que me invitaron hace algunos años a hablar sobre Deleuze y Guattari, cartografías y arte. También a Antonio Sáseta, nuestro Sócrates-Deleuze particular.

Preparando estos días un concurso para la promoción en la Universidad tengo que escribir entre otras cosas un documento con mi Proyecto docente; y entre los contenidos más o menos formales (que a veces están en el límite de hacerse burocráticos en el sentido peyorativo del término), por suerte, uno se pone a recordar cosas como ésta que aquí reproduzco. No es que me crea Deleuze ni mucho menos, pero sí que es este mundo que evoca Maite Larrauri (más abajo) el que hizo que uno sintiera deseos de ser profesor, de dedicarse a la vida universitaria… Supongo que tienes que conocer y te tienen que gustar este tipo de emociones para pensar la universidad de una cierta manera. No es que la vida universitaria sea así cada día, pero sí está bien que algo de este orden sea uno de los horizontes a los que se aspira… supongo que conociéndose también a uno mismo y sus propias circunstancias y limitaciones, y el lugar en que está dentro del mundo más general del conocimiento y la historia…

La colección de libros de Maite Larrauri y Max, Filosofía para profanos, por otra parte, una maravilla, – una de mis preferidas de siempre. Entre otras cosas por su uso de un lenguaje sencillo, y unas ideas que se exponen con claridad, y nos invitan a profundizar en los autores que ella introduce, o quien sabe, a algunos locos a enamorarse de esos libros e historias…

Bueno, ya casi la evocación de las clases de Deleuze. Una última anécdota. En este texto de Larrauri y en otros lugares, quizás la biografía de Dosse, se habla de los japoneses que grababan las clases de Deleuze a principios de los 70. Y resulta que fui a dar unas conferencias sobre Deleuze y Guattari hace un par de años a Brasil, y otro de los conferenciantes era un profesor japonés, mayor, Uno Kuniichi, que había hecho su tesis doctoral con Deleuze en París – sobre Artaud y el CuerpoSinÓrganos y cosas así – ¡oooh! – y le pregunté si no era él el que grababa las clases de Deleuze según se ve en los antiguos vídeos – y me dijo que no, que no era él, pero que era uno de sus amigos de cuando vivían en París…

Empieza aquí la cita de Maite Larrauri, hasta el final:

Gilles Deleuze era un magnífico profesor. Daba clases en París, en la Universidad de Vincennes, famosa por su protagonismo en la revuelta de 1968. Algunos años más tarde, esa misma Universidad se trasladó a un barrio obrero en la periferia de París. Allí, en un barracón prefabricado, con suelo de tierra pisada y sin calefacción, se hacinaban cientos de estudiantes venidos de todos los rincones del mundo para escucharle. Estudiantes matriculados había bien pocos. Algunos eran discípulos que acudían, año tras año, a seguir sus lecciones, otros llegaban por primera vez atraídos por la fama internacional de sus escritos, algunos jovencísimos alumnos de instituto se pelaban las clases para escucharlo, los japoneses colocaban complicados dispositivos para sostener los micrófonos de sus grabadoras, a las personas de edad avanzada se les cedían las pocas sillas que cabían en el aula (las mesas ya habían sido retiradas para aumentar el espacio disponible); había igualmente profesionales de diversos campos, artistas, trabajadores.

En medio de aquel público variopinto, que en su inmensa mayoría no estaba formado por filósofos, ni siquiera por estudiantes de filosofía, y que se deleitaba escuchándolo pero sin tomar notas, Gilles Deleuze era lo más parecido a Sócrates que se pueda imaginar. Como Sócrates, se dirigía a todo aquel que quisiera escucharlo e interpelaba a los asistentes con sus preguntas asombrosas. Y como Sócrates, sabía que cada cual tiene que aprender a pensar por sí mismo y que, por lo tanto, enseñar no es comunicar, ni informar, sino discurrir, dejar que el discurso discurra entre los oyentes para que sea el propio oyente el que decida en qué momento entra en la corriente del pensamiento: algunos jóvenes estudiantes al fondo de la sala, encendían un porro y cerraban los ojos, quizás dormían; a Deleuze no parecía importarle, pensaba que siempre se despertarían a tiempo, en el momento preciso en el que se dijera algo que les conviniera.

Sus clases estaban muy bien preparadas. Concebía su preparación como un ensayo continuo, como hace un actor para conseguir meterse en la cabeza lo que tiene que decir, de manera que cuando lo despliega ante el público se apasiona con lo que dice. Sólo así es posible la inspiración, esos máximos diez minutos de inspiración que justifican todo el trabajo previo de ensayo. Y los que tuvieron la suerte de escuchar alguna de las clases de Deleuze saben que aquellos diez minutos de inspiración estaban asegurados […]

M. Larrauri & Max, 2000, El deseo según Deleuze. Colección Filosofía para profanos. Tańdem. Valencia; pp. 9-11.

(*) La imagen se encuentra en diferentes blogs, pero no he conseguido referencias de su autor o de la fecha… Seguiré buscando.

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